A viagem do 31 de julho

 


Há uma música popular - daquelas que se emprenham pelos ouvidos e não descolam, por mais que nos tentemos abstrair – que refere que "o melhor dia para casar, sem se ter nenhum desgosto é o 31 de julho porque depois entra agosto". Confesso que trauteio esta melodia quando me dou conta que já chegou esta altura do ano e, em seguida, relaciono esta data com um acontecimento marcante da minha vida.


Nasci em Buenos Aires (Argentina), tendo vivido nas terras do tango nos primeiros anos da infância. Ora, no dia 31 de julho, a minha mãe, a minha irmã e eu saímos do aeroporto Ministro Pistarini (Ezeiza, Argentina), rumo ao aeroporto Sá Carneiro (Porto, Portugal), onde nos esperava o nosso pai que se tinha mudado para a Europa, uns meses antes.

Apesar da tenra idade, tenho umas boas recordações da viagem - umas 20 horas no total, com uma escala em Las Palmas (Canárias, Espanha) – e da excitação associada aquela aventura. Desde então, sempre gostei de andar de avião, talvez por sentir que esse era o meio de transporte que me podia fazer chegar às pessoas queridas que estavam longe. Sim, porque a minha história, tal como a dos meus antepassados, é caracterizada por um padrão de movimentos migratórios, em que as famílias se afastam geograficamente, e pela bravura de quem tem de ser desenvencilhar sozinho.

Nos dias que antecederam a viagem, existiria, dentro da família, um clima de ansiedade no ar, e a forma como captei aquela energia foi através de um pequeno ritual de despedida. Recordo-me de ter escrito (com ajuda), numa ardósia que tinha na casa de Buenos Aires, os nomes de todos os meus colegas, amigos e familiares de quem me iria despedir, como uma promessa de que não os esqueceria. Também me lembro de algumas surpresas que me dedicaram no jardim de infância, uns desenhos e cartas emotivas. Mesmo que não me recorde dos nomes – o tempo faz uso de uma borracha implacável - todas as pessoas que fizeram parte da minha vida na Argentina vieram comigo para Portugal.

A viagem, propriamente dita, deve ter sido pesadíssima para a minha mãe, por vários motivos. Corajosa como ninguém, lá foi ela, com duas crianças, uma bebé de colo e outra ainda pequena, circulando pelas filas e áreas dos aeroportos, carregando as mochilas dos brinquedos que não podiam ficar para trás – sei de cor os peluches que lá iam dentro. Lembro-me que eu não parei um segundo de andar pelos corredores do avião, com o maior entusiasmo do mundo, despertando os restantes passageiros que tentavam, a todo o custo, iludir o tédio com umas poucas horas de sono.

O melhor da viagem do 31 de julho foi reencontrar o Senhor Hugo. Tenho bem presente a expectativa do abraço, o sorriso contagiante e o brilho no seu olhar, quando nos avistou, finalmente. Estávamos todos, de novo, juntos e agora estava tudo certo! Ironicamente, a vida tornou a separar-nos, muitos anos depois, talvez para que pudéssemos sentir, outras vezes mais, a magia do reencontro.

E, no dia 1 de agosto de 1987, um novo recomeço ditou o meu “nascimento” como pessoa na terra do meu avô António Vieira Maia, a qual senti, de imediato - e até hoje - como minha.

“A viagem não acaba nunca. Só os viajantes acabam. E mesmo estes podem prolongar-se em memória, em lembrança, em narrativa. (…) É preciso recomeçar a viagem. Sempre.”
(José Saramago)


Texto en Español

Hay una canción popular portuguesa - de las que se empanturran por los oídos y no despegan, por más que tratemos de abstraernos - que dice "el mejor día para casarse, sin tener ningún disgusto es el 31 de Julio porque luego entra Agosto". Confieso que canto esta melodía cuando me doy cuenta de que ya ha llegado esta época del año y la relaciono esta fecha con un acontecimiento marcante de mi vida.

Nací en Buenos Aires (Argentina), y vivi en las tierras del tango hasta los 6 años de edad. Mi mamá, mi hermana y yo salimos del aeropuerto Ministro Pistarini (Ezeiza) el 31 de julio, rumbo al aeropuerto Sá Carneiro (Porto, Portugal) donde nos esperaba nuestro papá que se había mudado a Europa unos meses antes.

A pesar de mi edad, tengo buenos recuerdos del viaje - unas 20 horas en total, con una escala en Las Palmas (Canarias, España) - y la emoción asociada a esa aventura. Desde entonces, siempre me gustó  andar de avion, tal vez porque sentía que era el medio de transporte para llegar a mis seres queridos que estaban lejos. Sí, porque mi historia, al igual que la de mis antepasados, se caracteriza por un patrón de movimientos migratorios, en el que las familias se alejan geográficamente y por la valentía de alguien que tiene que hacerlo solo.

En los días previos al viaje, se suponía que había un ambiente de ansiedad en el aire dentro de la familia, y la forma en que capté esa energía fue a través de un pequeño ritual de despedida. Recuerdo haber escrito (con ayuda), en una pizarra que tenía en mi casa de Buenos Aires, los nombres de todos mis compañeros, amigos y familiares de los cuales me iba a despedir, como una promesa de que no los olvidaría. También recuerdo algunas sorpresas que me dedicaron en el jardín, algunos dibujos y cartas emocionativas. Aunque no recuerdo los nombres - el tiempo hace uso de una goma implacable - todas esas personas de  que han sido parte de mi vida en Argentina, vinieron conmigo para Portugal.

El viaje en sí debe haber sido muy duro para mi mamá, por varias razones. Valiente como nadie, ahí fue ella, con dos nenas, una bebé en brazos y otra aún pequeña, circulando por las filas y áreas de los aeropuertos, cargando las mochilas de los juguetes que no podían quedarse atrás - Sé de memoria los peluches que iban dentro. Recuerdo que no me detuve ni un segundo a caminar por los pasillos del avión, con el mayor entusiasmo del mundo, despertando a los pasajeros que intentaban manobrar el aburrimiento, con unas pocas horas de sueño.

Lo mejor del viaje del 31 de julio fue encontrar a nuestro papá. Tengo muy presente la expectativa del abrazo, la sonrisa contagiosa y el brillo en su mirada cuando nos vio, finalmente. Estábamos todos juntos de nuevo, y todo estaba bien. Irónicamente, la vida nos separó de nuevo, muchos años después, tal vez para que pudiéramos sentir, otras veces más, la magia del reencuentro.

Y el 1 de agosto de 1987, un nuevo comienzo dictó mi "nacimiento" como persona en la tierra de mi abuelo Antonio Vieira Maia, que sentí, inmediatamente y hasta hoy, como mía.

"El viaje no termina nunca. Solo los viajeros terminan. E incluso estos pueden prolongarse en memoria, en recuerdo, en narrativa. (...) Hay que volver a empezar. Siempre."
(Jose Saramago)

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